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Del delito a la docencia: estuvo preso 14 años y volvió a la cárcel, pero para dar clases

El primer atraco fue como un juego de niños. Jonathan Arguello tenía 13 años cuando, en un pasillo de la villa, compró un revólver junto con su amigo. Caminaron hasta un lugar oscuro del barrio y dispararon contra algunos autos abandonados, para probar el arma. Luego fueron hasta unas lujosas avenidas de la zona norte bonaerense, y después de merodear alrededor de las mansiones decidieron ingresar a través de una ventana en una gran casa. Una vez adentro, encañonaron a los dueños y se llevaron el dinero.

Robó sin freno, casi todos los días de su adolescencia. Durante esos años cayó varias veces en diferentes comisarías y sobornó a la policía para salir. Hasta que -cuando ya tenía 18 años y era buscado intensamente en toda la zona norte por asaltar a un empresario- fue detenido y trasladado por primera vez a una cárcel para adultos, en Mar del Plata. Allí, en ese lugar remoto adonde no conocía a nadie, comenzó su peregrinaje: 14 años tras las rejas de casi todas las prisiones del conurbano y de la provincia.

"Al principio yo salía a robar por la adrenalina, por un impulso propio de la cultura delictiva. Pero después, con la crisis de 2001, los delitos se transformaron en una herramienta de supervivencia, robaba para poder comer", dijo Jonathan a LA NACIÓN. Actualmente estudia sociología en la Universidad Nacional de San Martín: ya aprobó 29 materias y, cuando rinda las pendientes, se convertirá en el primer miembro de su familia con un título académico. Mientras tanto, trabaja como docente de escuela secundaria en la Unidad 48 del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB).

Durante su vida carcelaria, Jonathan vio morir a muchas personas y lastimó a muchas más. Aún está casi intacto, a pesar de que también recibió varias puñaladas. Para transitar los presidios sin convertirse en un cadáver, sin ser violado, sin terminar enfermo por la tuberculosis o el VIH, apeló a la fuerza y también a la violencia más extrema. Entre traslado y traslado, siempre habitó los pabellones de tránsito, unos gigantescos depósitos humanos autogobernados adonde van los reos más conflictivos, los ladrones, los homicidas, los secuestradores.

"En la cárcel me di cuenta de muchas cosas. Vi el sistema. El modelo de seguridad colapsó y las condiciones institucionales -estructurales- agravan el problema. La delincuencia es una fuente de poder. Nosotros teníamos eso. Poder", explicó Jonathan. Y agregó: "Los humanos que sobreviven a la prisión son versátiles, son aquellos que pudieron deconstruir su experiencia. Personas que encontraron la integración social".

Hoy, en la zona norte del conurbano, los Arguello son una especie de prueba viviente: frente al avance del narcotráfico y el fin de las viejas generaciones de asaltantes -forjados al calor de códigos innegociables- sólo quedan los recuerdos. Y los que han permanecido de pie. La fama criminal que Jonathan y sus hermanos cultivaron hace más de una década todavía genera respeto en un barrio inmenso, ahora asediado por las guerras entre pequeños grupos de adolescentes que venden drogas.

Sentado en el patio de la misma casa precaria adonde nació y creció, Jonathan cita a Hobbes, Maquiavelo, Sun-Tzu; y traza líneas discursivas que explican con claridad los matices perversos de los engranajes sobre los cuales se apoya la sociedad entera: "Me interesa el sistema penal, pero también me interesan mucho las villas. Porque las personas que entraron a las cárceles -en algún momento- salen".

Suenan dos disparos a pocos metros y él sigue fumando sin alterarse: "Hay que dar un debate sobre la seguridad. entrar en el debate político y económico, inclusive en el debate de planificación urbanística y arquitectónica, para entender por qué siempre se repiten los mismos problemas; para que las discusiones relacionadas con las cárceles y la delincuencia no giren siempre en torno a los mismos puntos y finalicen en más cámaras de seguridad o más policías. Yo sé de qué forma deben ser integradas las personas que estuvieron en cana".

Según información oficial del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura, de las 40.676 personas detenidas en las cárceles provinciales durante 2018, el 34% pudo estudiar: 6698 cursan la escuela primaria (16,4%), 6.450 la escuela secundaria (15,8%), 242 cursan estudios terciarios (0,59%) y sólo 717 transitan alguna carrera universitaria (1,7%).

Además, en los complejos de detención federales que dependen del Ejecutivo, pero que también están ubicados en localidades bonaerenses, la Universidad de Buenos Aires montó centros educativos que instruyen a 1.100 alumnos curriculares, cursantes de licenciaturas, y a 1.250 que realizan talleres extracurriculares.

Al salir de la prisión, recordó Jonathan, un amigo fue a visitarlo en un auto de alta gama. Él subió y el conductor le mostró un fusil automático con un cargador en forma de cuerno. "Vamos a laburar", le dijo. Pero él se negó. Aunque a veces no tenga dinero para cargar la tarjeta Sube, aunque su sueldo de docente del plan Fines llegue con retrasos de diez, veinte, cuarenta días. Se negó.

Y prefiere esperar en su casa de la villa que las horas pasen lentas hasta que la semana termina y llega el domingo; ese día proyectan la película Las facultades -de la que es protagonista- en el Malba. Cuando termina el film de la directora Eloisa Solaas, él y la cineasta debaten con el público en una sala colmada.

La realidad del 'flaco', como le dicen en la villa, no es simple: "No voy a volver a delinquir. Estoy convencido de lo que estoy haciendo. Antes de salir de la prisión decidí qué iba a hacer: trabajar para perfeccionar las herramientas de resolución de conflictos de las cárceles, para evitar tempranamente las muertes sociales". Es por este motivo que, desde que recuperó su libertad hace dos años, Jonathan pasa largas horas leyendo, estudiando, escribiendo un documento que nunca termina y que parecer ser una tesis.

Pero tal vez sea más que eso: "Investigo las lógicas del sistema penal del encierro, la lógica académica de la cárcel, y los cambios de paradigma en las lógicas de la delincuencia, que vienen del afuera y se potencian adentro. Estudio cómo las tres conviven en un lugar asocial, problemático, adverso, que es individual; estudio cómo generar armonía allí. Porque cuando estas tres lógicas chocan, aparecen los problemas".

Jonathan está sentado en la puerta de su casa. Se recuesta sobre una silla blanca de plástico endeble. Observa conmovido cómo vienen a saludarlo unas niñas que son sus sobrinas mientras él termina de hablar. Y sonríe, y a la vez ahoga su sonrisa. A pocos metros de allí, un pitbull con aspecto traidor merodea alrededor de dos personas que acaban de bajar de un colectivo; los vecinos toman cerveza o venden tortillas caseras con un brasero, y los chicos de la cuadra comen helados de $15 pesos: al menos hoy, el delincuente que todos conocieron es sólo un mito y nadie en esta casa quiere resucitarlo.

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