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Él investigaba al narco y su hijo no paraba de drogarse: una historia escrita a cuatro manos y dos corazones

En “Familia Adicta”, el periodista Mauro Federico y su hijo Ariel cuentan cómo fue el largo y doloroso camino para salir del infierno en el que entraron desde que el chico comenzó a consumir. En esta entrevista conmovedora, hablan de los tratamientos que hizo toda la familia y acentúan la importancia de romper el silencio para empezar a ponerle palabras al sufrimiento

Es uno de los grandes miedos y es, a la vez, aquello que podemos negar incluso ante la evidencia. No hay padre ni madre que no piense alguna vez en la posibilidad de que la droga entre a casa para destruir la vida de un hijo y, con ella, llevarse puestas las vidas del resto de los miembros de la familia. De esta pesadilla se propuso hablar Mauro Federico, el conocido periodista de radio, televisión y medios gráficos, conductor de tantos ciclos, panelista de diversos programas, ex director del diario Ámbito Financiero y autor de una serie de libros sobre el narcotráfico y la corrupción policial. Un hombre que investigaba el submundo de las drogas sin advertir que su propio hijo estaba siendo devorado por esa larga noche. Mauro no quiso escribir solo esta vez, y por eso buscó al mejor compañero: Ariel (26), su hijo mayor y su orgullo, el chico que después de atravesar largos años de confusión, dolor y autodestrucción, consiguió superar todas las pruebas hasta llegar al otro lado del infierno. Cuando estiró los brazos, además de su papá a Ariel lo estaba esperando el resto de su familia, compuesta por tíos, abuelos, parejas de sus padres y sobre todo Emilia, su hermana menor, la gran luz que lo ayudó como estímulo para encontrar la salida.

“Yo me casé con la merca desde el primer día que la tomé", golpea Ariel en un momento de Familia adicta (Ediciones B), un libro sobre adicciones, tratamientos de rehabilitación y profundo amor escrito a dos voces que por momentos son ensordecedoras y angustiantes en su manera de contar la pesadilla. "Hasta que el dolor que te genera tomar drogas no es mayor al miedo que te da cambiar de vida, es muy difícil decidirte a dejar de consumir”, escribe Ariel.

“La adicción es una enfermedad, y para enfrentarla, toda la familia tiene que estar unida, fundamentalmente los padres”, reflexiona en el libro Mauro. ¿Pero cómo se hace para actuar como familia unida si justamente antes no se pudo sostener la convivencia? ¿Cómo se hace para salir del círculo vicioso de la discusión estéril de una pareja que fracasó? Y, sobre todo, ¿cómo se hace para advertir a tiempo los pedidos de ayuda de los más chicos si no podemos dejar de mirarnos a nosotros mismos y revolvernos en nuestras propias desdichas?

Lo que van a leer aquí es la entrevista conjunta a un padre y a un hijo que se reencontraron en el dolor y que en ese tránsito volvieron a darse vida uno al otro. Un padre y un hijo que durante años plantearon preguntas y que hoy tienen algunas respuestas para compartir. “Nunca me sentí poco amado. Lo que sentía era que no me reconocían como a un niño, había una peligrosa tendencia en mi entorno a considerarme un ser más maduro, más grande. En términos terapéuticos, diría que me faltó ‘amor responsable’, aquel que te incomoda, te interpela, te pone límites”, escribe Ariel sobre sus padres, muy jóvenes al momento de separarse y dejarlo a él, con 4 años y todas las preguntas. “Tiempo y dedicación”, es la receta que Mauro señala, la que seguramente conocía como todos los padres, y que seguramente, también, repetimos sin prestarle la debida atención a esos conceptos.

“Para vivir hacen falta huevos”, se dijo Ariel un día, después de presenciar una escena feroz, cuando en la sobredosis de un amigo pudo ver el peor de los espejos, el más temible. Lo que sigue es una historia de desvelos, de angustia, de pena infinita y de mucho valor. Una historia de amor desesperado y poderoso, tan poderoso que consiguió destrabar silencios que matan y que hoy se convirtieron en la mejor música en la guitarra y la voz de Ariel.

— Acaban de escribir juntos Familia adicta. Un padre y un hijo cuentan cómo es salir del infierno de la droga. Y recién pensaba: ¿fue un trabajo a cuatro manos y a dos corazones ¿no?

Mauro Federico— Uf, sí claro. No solamente a dos corazones, sino también con todo lo que representaba en nuestras cabezas deconstruir una historia que nos tocó vivir y que asumimos en su momento a los ponchazos, porque si es difícil asumir la paternidad por primera vez, como me tocó hacer con él, porque fue mi primer hijo y por todos los errores que cometés, imagináte lo difícil que es asumir que tu hijo tiene una enfermedad y que esa enfermedad tiene que ver no solo con él sino también con nosotros, con su familia. De ahí un poco la denominación de este proyecto que los dos charlamos mucho y, por eso, decidimos ponerle como título Familia adicta. Esta idea de que un adicto no surge por generación espontánea y de la nada, sino que hay características inherentes a su personalidad, pero también las hay en su contexto directo que condiciona eso. Y no me refiero a contexto de consumo, porque ni su mamá ni yo tenemos nada que ver con el consumo de drogas. Pero sí al contexto afectivo, que de algún modo condiciona la aparición de los primeros síntomas y de lo que significa la adicción.

— Ariel, en el libro, cuando aparece tu voz, muchas veces se habla del tema del amor familiar, mencionás el amor por tu papá y el agradecimiento, pero también aquello que fue la carencia. ¿Qué es lo que faltó para que un chico empezara a perder el rumbo y a consumir tan temprano?

Ariel Federico:— La primera vez que consumí fue a los 11; empecé a drogarme a los 11 años. Lo hice, bueno, de la mano de toda una situación que estaba viviendo en ese momento, tenía mi primera bandita de rock n’roll, la gente que trabajaba conmigo o tocaba conmigo en ese momento eran pibes más grandes que yo. Y eso me puso en contacto un poco con el mundo de la noche y de las drogas.

— Muy temprano.

A.F: — En una edad inesperada, por así decirlo, porque uno no espera que un niño de 11 años se encuentre en un contexto como ése, ¿verdad? Yo considero que, si lo analizamos un poco, con 11 años tener la posibilidad de decidir si consumo o no cualquier tipo de droga tiene que ver con una disfunción familiar. Durante mucho tiempo yo codifiqué eso como culpas. Decía, bueno, estas fueron las desatenciones de mis viejos. Y después, con el tiempo, con la terapia, con todo este proceso de crecimiento que cuenta Familia adicta pude transformarlo en lo que realmente es, que son responsabilidades. Cosa muy diferente a la culpa. Y pude también de alguna manera humanizar a mis viejos y entender que son seres humanos que hicieron lo que pudieron en su momento.

— Estamos hablando de los límites, los famosos límites, ¿no?

A.F:— Exactamente. Básicamente es eso, la atención. Bueno, dónde está mi pibe ahora, a las once de la noche. Tiene 11 años y no está en mi casa, está en una sala de ensayo con chabones de 20 hablando de rock’n roll.

M.F: —A veces uno interpreta la palabra límite como algo malo, como algo doloroso…

— Autoritario.

M.F:— Como algo autoritario. Y una de las cosas que yo como padre aprendí en el proceso de los tratamientos que llevamos adelante fue que el límite es un acto de amor, superador incluso a cualquier otro que conlleve una expresión hasta melosa, qué sé yo. El límite es el abrazo más reparador que vos podés darle a un hijo sobre todo en determinado momento de la vida en la cual te lo piden a gritos. Y a veces uno interpreta las primeras manifestaciones de la adicción como un llamado de atención. Bueno, ese llamado de atención existió en reiteradas oportunidades y, tal vez, por la falta de capacidad para poner esos límites uno los desoyó.

— O porque vos y la mamá de Ariel son personas muy alejadas a ese universo y no sabían distinguir cuánto había de real riesgo.

M.F:— Yo en ese aspecto tengo que ser todavía más autocrítico de lo que soy en el libro porque yo conocía mucho del universo de la droga. Pero no como consumidor sino como investigador de los temas ligados a las adicciones, pero también al narcotráfico, a la corrupción policial. Y yo era, como sigo siendo, de los periodistas que visualizo eso con mucha claridad. Cómo no me di cuenta de que en mi casa estaba viviendo ese infierno, esa situación, y que me iba metiendo, sin proponérmelo, en una historia que yo contaba de terceros pero que no me imaginaba que me podía pasar a mí...

A.F:— ¿Y cuándo te pasó a vos, Ariel, de decir: “mirá dónde estoy yo y mira lo que está haciendo mi viejo”?

— A ver, eso fue algo que llegó con los años y con los procesos de crecimiento que vinieron de la mano de los tratamientos. Recién transcurriendo el último tratamiento pude distinguir todas estas cosas. En el momento de consumo es una gran nube de ruido la cabeza de uno, por lo menos la mía ¿no? La primera vez que ingresé a un tratamiento fue cuando tenía 16. Y lo hice como un recurso, como único recurso que tenía a la mano para no perder el amparo de mi viejo, que me dijo en ese momento: hacés un tratamiento o desapareces de mi casa, no te veo nunca más. La puesta de límites vino de la mano de una situación extrema en la cual yo me di cuenta que, bueno, está muy bien jugar al cocainómano, jugar al rockero, pero dependo de papá, yo no puedo transar con esto. Era muy chico en ese momento. Se cerraron las puertas y no me quedó otra que encarar un tratamiento que en ese momento hice sin el convencimiento necesario para poder llevar adelante la recuperación propiamente dicha. Simplemente fue un recurso para bajar la bronca con mi papá y empezar a fingir. Todo este proceso está bien documentado en el libro.

— Sí, eso se lee. Y también se lee lo que se siente como la falta de fallarle al otro. Porque aparece Mauro sintiendo que te falló y vos apareces en varias oportunidades diciendo “estoy fallando, no estoy pudiendo cumplir”.

A.F:— Estábamos fallando juntos como familia. Eso es también lo que le dio el título al libro. Digamos, esto es algo que se hace en conjunto. Es una enfermedad que obra en el grupo familiar. Por eso es que la gran mayoría de los tratamientos para adicciones abarcan al grupo familiar; no se trata a la persona que consume, sino que se contempla a todo el grupo que acompaña a esa persona en el proceso de recuperación y la forma de acompañarla es llevando adelante la recuperación como padre en el caso de él. Y también, bueno, cabe destacar que no fue él solamente el que me acompañó. Yo estuve acompañado por él, por mi mamá... mi mamá no faltó a un grupo. (N. de la R.: Ariel sonríe)

— Una cosa que quería preguntar, y que tiene que ver con Rosi, la mamá de Ariel, que tenía 4 años cuando los papás se separaron. Y como suelen ser las separaciones, sobre todo de gente muy joven, todo es bastante revolucionado, a veces hay agresión y seguro hay falta de comunicación. Y lo que uno va leyendo a lo largo del libro, y de los tratamientos y del tiempo que pasa, es que la comunicación de los padres que se quebró en un momento, en la medida en que se recupera y se profundiza va de la mano con la posibilidad de recuperación de Ariel.

M.F:— Bueno, dijiste la palabra clave, comunicación. Nosotros con la mamá de Ariel tuvimos muchas dificultades para poder expresar y expresarnos mutuamente lo que nos pasaba. A mí me sobran muchas veces las palabras, bueno, vos me conoces hace muchos años.

— Trabajás con eso.

M.F:— Trabajo con la palabra. Pero no siempre tener muchas palabras en la boca significa que uno está diciendo. Vos podés hablar, pero decir es otra cosa. La mamá de él no tiene esa facilidad de palabra y eso tal vez la limitaba para poder expresar muchas cuestiones que quedaban en el silencio y, seguramente, en el interior de su cabeza y de su corazón. Eso produjo, yo entiendo, una ruptura de esa posibilidad de comunicación que claramente fue nociva no sólo para nuestra pareja en su momento sino también para el vínculo con Ariel. Yo pude volver a hablar con Rosi con un tratamiento de Ariel de por medio. Pude volver a sentarme a tomar un café sin que haya una sensación de recelo del otro lado recién cuando abordamos este desafío de asumir el tratamiento de Ariel como parte necesaria, te diría yo imprescindible, porque si Rosi y yo no acordábamos, Ariel no salía. De eso yo estoy absolutamente convencido. Y por eso no se trata de agradecer, porque yo no le tengo que agradecer a Rosi lo que yo sé que hizo por él con el corazón, sino de valorar que ella haya puesto el cuerpo tanto como yo para que Ariel pudiera salir adelante.

— ¿Cómo lo sentís vos esto?

A.F:— Ahora que mi viejo lo dice acá, al lado mío, viniendo de un contexto familiar en el que mi papá habla y no dice, y mi mamá no hace ninguna de las dos, no es para nada extraño que la forma de comunicar que yo encontré no tenga nada que ver con las palabras, ¿no? La forma de gritar ayuda, de gritar acá estoy, fue claramente el consumo descontrolado de sustancias. Varias sustancias, particularmente la cocaína. Me interesa hacer hincapié en esto que para mí es muy importante. Para mí, de todos los mensajes que deja nuestro libro, este es el más fuerte y el más esclarecedor porque siempre que se aborda la temática de adicciones, fundamentalmente en los medios de comunicación, la tendencia es hacer foco sobre las sustancias y en esto de que, bueno, la marihuana sí, la marihuana no, la cocaína esto, la cocaína aquello, y el problema fundamental y el gran, como me gusta decirle a mí, el carozo del asunto acá es el silencio. La palabra adicto etimológicamente significa el que no dice, la adicción es lo no dicho.

Entonces encontré, con el tiempo y con el transcurrir de los tratamientos, esta revelación por así decirlo de que la única manera de poder limpiarme un poco de todo este barro en el que me había metido era empezando a aprender el uso de la palabra. A reconocer, además, que esta enfermedad tiene origen en las emociones y en los pensamientos, y que una persona que no puede reconocer ni decir ninguna de esas dos cosas encuentra tal vez en el consumo una manera de comunicar. No solamente es eso la función que cumple. En mi caso cumplió toda una función muy integral de formación de personalidad y me dio una identidad y demás porque fue en un momento muy particular. Pero por lo general estos síntomas tienen que ver con esto, con una necesidad de decir.

— Algo que aparece mucho en el libro tiene que ver con el resto de la familia. Porque no fuiste un chico sin familia. Había abuelos, hubo muertes inoportunas, si puede haber muertes oportunas hay otras que son realmente inoportunas. Una de tus abuelas muere en un momento muy especial y clave para vos. Aparecen tus tíos. Aparecen las parejas de tus padres, que también cumplen funciones importantes en tu vida. No eras un chico que estaba solo, pero a la vez, sí eras un chico que estaba solo.

A.F:— Porque fue un proceso de aprendizaje para todos. Como te decía recién, ellos tuvieron que aprender a estar al lado mío no solamente físicamente. ¿Se entiende a lo que me refiero? Digamos, estar con una persona no es estar bajo un mismo techo ni sentado a escasos metros, son dos conceptos completamente diferentes. El acompañamiento tiene que ver con una cuestión emocional y de comprensión hacia el otro.

— ¿Cuándo sentiste que podías empezar a estar cerca de Ariel, Mauro?

M.F:— Yo creo que promediando el primer tratamiento es donde percibo que algo estaba fallando incluso en la dinámica de ese tratamiento porque yo notaba que, como él dijo recién, la obligatoriedad de que él estuviera acompañado no redundaba necesariamente en que no se sintiera solo. Y entonces pensé: algo vamos a tener que cambiar porque no está funcionando adecuadamente. Él hace un par de quiebres; a lo largo del primer tratamiento tiene un par de recaídas. Hay que distinguir en esto, es algo que aprendimos también, una recaída en un tratamiento no necesariamente significa una vuelta al consumo. Vos recaes cuando tenés actitudes que son propensas a llegar a una situación de consumo pero que responden a tu adicción. Por ejemplo, mentir. En un tratamiento, la palabra tiene mucho valor.

— Claro.

M.F:— Si vos decís, no sé, che, no voy porque tengo un compromiso que no puedo evitar, y en realidad no fuiste porque te quisiste quedar durmiendo, mentiste. Y ahí rompiste. Y ahí tuviste una recaída. Él tiene una recaída muy violenta cuando termina ese primer tratamiento. Y es ahí donde yo creo que él agota su cuota de dolor y percibe que no puede más y es donde pide una ayuda verdadera y yo me doy cuenta de que no estaba dándole ni la compañía ni la metodología adecuada para que él pudiera obtener una respuesta a lo que estaba buscando. Creo que ese es el punto de quiebre, por lo menos para mí, ¿no?

A.F:— El momento en el que yo decido pedir ayuda es cuando presencio la sobredosis de un amigo mío. En el momento en el que yo llego a ese punto, digamos, de dolor extremo, no tuvo que ver con mi propia sobredosis.

— Más bien en lo que viste en otro.

A.F:— Claro. Esa primera sobredosis de la que habla mi papá obviamente que fue un empujón enorme hacia el pedido de ayuda y la cuota de dolor subió un montón. Pero nunca tuve la capacidad de reconocer en mí lo que realmente había pasado.

— ¿Tuviste que verlo en otro para tener verdadera dimensión del riesgo decís?

A.F:— Exactamente. Vivir una sobredosis, en carne propia por lo menos, como a mí me tocó vivirla simplemente se trata de perder el conocimiento y regresar completamente desgastado físicamente y no entender bien qué pasó. Lo único que entendés es el miedo, el miedo descontrolado que sufren las personas que estuvieron alrededor tuyo cuando empezaste a convulsionar. Hasta que yo no estuve en ese lugar de espectador no cubrí la cuota de dolor necesaria para decidir enfrentar el miedo que implica cambiar de vida.

M.F:— Yo cobro noción de eso cuando percibo que esa primera sobredosis que sufrió él en carne propia, yo la tengo delante de mis ojos y no la veo. O sea, esa secuencia está contada, un día yendo para la radio yo salgo a la calle a buscarlo a él porque él venía conmigo supuestamente y no aparecía… Un sábado a la mañana. Y yo lo veo venir a él y él sube, yo lo reto, le digo qué estuviste haciendo: no, viejo, me colgué, disculpame, pim, pum.

— Tenía la boca lastimada.

M.F:— Y tenía la boca lastimada y yo no percibí, cuando le pregunté me dijo: no, estoy raspado. No percibí que eso respondía al accionar que sus amigos habían tenido que hacer para que no se tragara la lengua. Entonces ahí es donde yo me doy cuenta... habíamos hecho un tratamiento de tres años, Hinde, antes de eso. Entonces cómo puede ser que yo no me dé cuenta de esto. Y para mí eso fue el quiebre. Él claramente lo ve un par de semanas después, porque no fue mucho tiempo después…

A.F:— Mes, mes y medio.

M.F:— Cuando se produce la sobredosis de su amigo y a él le toca estar en el lugar que él mismo había estado, pero del otro lado.

— Una cosa que me interesa que me cuentes, Ariel, porque uno tiene un montón de fantasías, o de realidades que conoció de otra gente en relación a los tratamientos y a lo que es estar internado en un neuropsiquiátrico, por diferentes motivos. En el último tratamiento, aquel en del cual salís realmente hacia una vida mejor, como se te ve, es un lugar en donde la disciplina tenía muchísimo que ver. Lo pienso de nuevo en relación a lo que, como decíamos antes, suele parecer autoritario.

M.F:— Los límites ¿no?

— Los límites. Esa disciplina a vos te ayudó.

A.F:— Por supuesto.

— Es lo que contás en el libro.

A.F:— La estructuración de la vida es uno de los factores comunes, por así decirlo, dentro de las personas con adicción, con un desinterés y desestructuración desde lo cotidiano. Estamos hablando de me levanto y hago la cama. Me levanto, me lavo los dientes, ordeno. Son todas cuestiones contempladas en el funcionamiento de la comunidad terapéutica en la que yo estuve y en muchas también, que está centrado en lo conductual, en lo material. Esto sirve para poder ordenarse de alguna manera a nivel mental y emocional y darle paso a todo un proceso de terapia y de revisión más existencial, profundo y minucioso, que termina dando con el meollo del asunto, digamos, con el origen.

— El “por qué me pasó esto”.

A.F:— Exactamente, buscar en mi historia. Ahora, para llegar a ese momento, para llegar a la capacidad de mirar tan hacia adentro de uno mismo y poder revisar a ese nivel, lo primero que hay que hacer, lo primero, es dejar de drogarse. Mucha gente piensa que el objetivo de los tratamientos es dejar la droga y en realidad es el punto de partida. Si no dejas de consumir no hay manera de que puedas llevar a cabo todo este proceso. No es el objetivo. El objetivo es desenredar la adicción y reconocerla. El primer paso es dejar la droga y no el último. Para poder sostener todas estas decisiones de alguna manera te ponen un yeso, un yeso emocional, mental, que se traduce en rutinas. Se traduce en un funcionamiento sistemático. Se traduce en un orden. Dentro de la comunidad, esto es dejar cada cosa en un lugar específico. Levantarse, ocuparse de que esté acomodado el espacio en el que vos habitás.

— Pelar papas para cuarenta personas. (N. de la R: Risas porque en el libro Ariel cuenta un episodio en el que efectivamente pela papas para cuarenta personas)

— Muy similar al funcionamiento de los campos militares digamos. Eso tiene que ver un poco con cómo funcionan las comunidades terapéuticas en la historia, las primeras comunidades terapéuticas se generan a partir de los ex combatientes de las guerras sumidos en una depresión y traumatización total, y la forma de ayudarlos fue desde la misma estructura de la que venían. Digamos, fueron campos militares.

— Si yo te pregunto: Ariel Federico, ¿vos quién sos?

A.F:— ¿Yo? Yo soy un músico, toco la guitarra y canto. Vivo en Playa del Carmen. Soy hermano de una hermosísima, hermosísima, hermosísima niña que se llama Emilia. Tiene 9 años.

— Ese es el orden en el que te definirías hoy.

A.F:— Exactamente, sí.

— Tocás la guitarra.

A.F:— Toco la guitarra y canto.

— ¿Y componés?

A.F:— Además, sí.

— Y vos, Mauro Federico, ¿quién sos?

M.F:— Viste que Twitter te desafía cuando vos tenés que poner eso en tu bio. Bueno, en Twitter yo pongo “papá de Ariel y de Emilia. Hincha de Racing, fanático. Y periodista de tiempo completo”. No sé si en todas las etapas de mi vida utilicé esa misma prioridad. Pero hoy es mi prioridad esa. Ser el papá de Ariel fue, ser el de Emilia ni te digo, porque son desafíos a futuro que todavía ni siquiera alcanzo a dimensionar lo que me van a proponer. Pero ser el papá de Ariel fue la aventura más fascinante que me tocó transitar en mi vida. Con todo lo angustiante y doloroso de este proceso yo lo veo hoy y me siento orgulloso de lo que es como hombre. Lo escucho hablar y entiendo por qué hicimos éste libro. Porque cualquier persona, cualquier familia que está pasando por un momento como el que nosotros tuvimos que pasar, escuchándolo a Ariel, mucho más que escuchándome a mí, escuchándolo a Ariel puede darse cuenta de que desde el lugar más oscuro en el que estés podés salir. Y la claridad y la lucidez con la que él expresa lo que le tocó vivir, no exento de dolor, porque también le duele contar. Todo este proceso es de sanación pero también…

— Es de volver a cosas feas.

M.F:— Claro, de volver a cosas feas. Me hace redoblar el orgullo.

— Ariel, vos hablás mucho de Emilia, la mencionas todo el tiempo como una luz que te llevaba hacia lo bueno. Hablás así de tu hermana. Escribir este libro, además de volver a contar la historia para ponerle luz a aquello que estaba más oscuro en tu vida, ¿fue también pensado como un modo de ayudar a otro?

A.F:— De alguna manera, sí. Fundamentalmente por la gran desinformación que yo siempre percibí en relación al tema de las adicciones. Un poco lo que te hablaba hace un ratito, esto de perder un poco el foco de qué es lo que estamos hablando, no estamos hablando de drogas, estamos hablando de una enfermedad de origen emocional y psicológico, que se traduce en uno de sus síntomas como consumo de sustancias. De hecho, bueno, eso es un poco lo que dispara el libro, que se abre con nosotros dos mirando la televisión. En ese momento había ocurrido la tragedia en lo que fue el marco de la Time Warp, en donde un par de pibes perdieron la vida por consumir drogas sintéticas. Y ahí fue cuando nos dimos cuenta, viendo el testimonio de un padre, que había que dar un poco de luz acerca de lo que implica esta enfermedad terrible. Que tiene mucho menos que ver de lo que nosotros creemos con las drogas. Y yo sé que es difícil por ahí separarlo, de hecho forma parte del mismo universo, estamos hablando del síntoma principal de esta enfermedad, pero solamente es un síntoma. Esto es lo mismo que si centráramos el problema en la fiebre en vez de en la infección. No estamos yendo al origen cuando hablamos de drogas. Eso es, creo yo, es la forma en la en que este libro puede ayudar y aportar un poco más de luz. Y también entender que la manera de encarar esto, y si hay un antídoto, por así decirlo, es la palabra y el uso de la boca para decir.

— Lo último que les pregunto. ¿Sentís que lo conociste más a tu papá escribiendo juntos el libro?

A.F.— Sí.

— ¿Vos también sentís que lo conociste más, Mauro?

M.F:— Como nunca antes lo había conocido.

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