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Tiene cien años se hizo psicóloga por Perón y sigue atendiendo

Cuando Lía Carraquiry nació, Sigmund Freud todavía no había publicado Psicología de las masas y análisis del yo ni El yo y el ello. El mundo sufría los últimos coletazos de la Primera Guerra.

Cuando Lía Carraquiry nació, Sigmund Freud todavía no había publicado Psicología de las masas y análisis del yo ni El yo y el ello. El mundo sufría los últimos coletazos de la Primera Guerra. Y en el país se agitaba la reforma universitaria, el primer grito por conseguir una educación laica y democrática. Hoy, Lía es una mujer independiente y en plena actividad, que parece haber encontrado la fórmula de la eterna juventud. Es psicóloga y tres veces por semana atiende pacientes unas cuatro o cinco horas en su consultorio. A pesar de haber cumplido un siglo en septiembre último.

"Celebré mis 100 años, muriéndome. Faltaban unos días para el festejo que me habían organizado mis hijos, me bajó el sodio y me desmayé. Me golpeé la cabeza y estuve 20 días internada. O sea, que el 12 de septiembre lo pasé en manos de enfermeras, sin consciencia de nada, sin saber si estaba llegando o yéndome, igual que hace cien años. Ese fue mi festejo. Cuando me desperté, les dije que ya no quería hacer otra fiesta", dice con una lucidez y un humor intactos. Siempre hay picardía en sus ojos. Y sagacidad en su lengua.

Tiene cuatro hijos, 14 nietos y 33 bisnietos. "¿Amigos de mi edad? Ni uno. ¡Me aburro tanto!", reclama. "Yo nací en el 18, así que te podrás imaginar que viví todo: Los años 30, en Buenos Aires, el bofetazo de la crisis del 31. De la Primera Guerra Mundial no me acuerdo porque terminó pocos meses después de que nací, pero de la Segunda, sí. Eso fue una carnicería", cuenta.

Lía tiene celular y también Whatsapp. Pero no responde por texto. Sólo lee los mensajes. "Llegué a los 100 por no manejar esos aparatos", se ríe. Cuando se entera de que a la entrevista va a venir un fotógrafo, pide que sea una hora más tarde. "Mi suegra decía: las jóvenes se arreglan para agradar y las más grandes para no desagradar. Me pareció sabio", bromea. Ella misma abre la puerta del consultorio, con un estilo impecable. A lo sumo parece de ochenta, bien llevados. Pelo blanco, corte carré, ojos miel, zapatos de taco. Se mueve por el ambiente con una agilidad envidiable. Se acuerda de todo, está atenta a las reacciones, a los detalles.

"Por Florida, con dos hombres"

La historia de su vida es fascinante. Nada le fue fácil. Cuando terminó la secundaria, anunció en su casa que quería estudiar Historia. Se anotó en la UBA, que entonces se cursaba en Viamonte, donde hoy es la sede central. Fue en 1936, el mismo mes en que en Buenos Aires se empezó a construir el Obelisco. Una tarde, un amigo de su papá, Hernán González Pacheco, la vio caminando por Florida, acompañada por dos hombres. Eran compañeros, y la mayoría de los estudiantes universitarios en esa época eran varones. El padre se enfureció y tomó una decisión drástica. No podía ir más a la universidad. Tenía que casarse y tener hijos, le reclamó el papá. "'Es un escándalo', me dijo. Y a mí el piso se me hundió bajo los pies. Así era ser mujer en esa época", dice.

Cuando tenía 21 años, Lía se casó con Bernardo Carriquiry, que trabajaba en la Junta Nacional de Carne, que "por suerte resultó un buen hombre", dice ella. Tuvieron cuatro hijos: Analía, María Cristina, Bernardo y Pedro.

"Soy psicóloga gracias a Perón. Pero no por lo que te estás imaginando, todo lo contrario", dice. Por aquellos años, la reforma agraria hizo que el dinero que recibía la familia por el alquiler de las 120 hectáreas de campo, resultara insignificante, apenas alcanzaba para pagar los impuestos y los ingresos de Bernardo ya no alcanzaban para alimentar a los cuatro hijos. Lía decidió salir a trabajar. "Me puse a hacer sombreros, que era lo que sabía. Y me iba bien. Pero poco tiempo después, las mujeres dejaron de usar sombreros y me quedé sin trabajo. Mi hija mayor tenía 15 años y el menor, 11. Era momento para ponerme a estudiar. Les dije a mis hijos varones que me iba a anotar en la facultad de Psicología. Que iba a llegar tarde y que no iba a estar para la cena. Y me dijeron que estaba bien, que lo hiciera. Y mi marido me dejó hacerlo, porque en esa época, a los maridos había que pedirles permiso hasta para tener una amiga. Eso sí que era machismo a la enésima potencia. Pero igual yo pude", dice.

"Nos buscaban para darnos trabajo"

En 1957 se creó la carrera de psicología en la UBA, que entonces dependía de la Facultad de Filosofía y Letras (recién en 1985 se creó la Facultad de Psicología). Pero los horarios le resultaron incompatibles con los mandatos de la maternidad, dice Lía. Entonces, aunque siempre había querido un título de la UBA, se anotó en la Facultad del Museo Social y por cinco años cursó la carrera hasta conseguir el título. "Fuimos de los primeros psicólogos recibidos y empezaba el auge de la psicología en Buenos Aires. Venían a contratarte a la puerta de la facultad. Desde que me recibí, nunca me faltó trabajo", cuenta.

Primero, hizo prácticas en el hospital Durand y después empezó a atender en su propio consultorio. "Ahora trabajo poquito, apenas unas cuatro o cinco horas por día. Pero entonces estaba hasta 14 horas seguidas atendiendo pacientes", cuenta.

En los 70 el panorama cambió. Con los gobiernos militares llegó la persecución contra los psicólogos. "Nos acusaban de haber introducido en el país la pornografía y las perversiones, uno no podía decir que tenía consultorio. Hasta nos obligaban a trabajar en conjunto con un psiquiatra. Fue Alfonsín el que nos devolvió no sólo la democracia sino la dignidad a los psicólogos", asegura. "Pero le hicieron la guerra. Me acuerdo, cuando lo silbaron durante veinte minutos en un acto, pensé: a él le va a pasar los mismo que a Yrigoyen, yo me acordaba, que cuando lo sacaron, le tiraron los muebles del departamento de tres ambientes alquilado, a la calle, pero cuando se murió todos hablaban bien de él y llevaron su féretro al hombro. Y la historia de dio la razón. Con Alfonsín pasó lo mismo. Lo valoraron después de muerto", apunta Lía, con una lucidez de quien vio pasar no una sino varias veces las mismas historias a lo largo del siglo.

En el consultorio es distinto, dice. "Los dramas humanos se repiten, son universales. Pero en todos estos años, jamás escuché dos veces la misma historia. Cada persona es totalmente particular", dice. Entra los problemas universales Lía apunta a las relaciones familiares: "amor, poder, dominación", resume. Entre los dramas más actuales, la psicóloga apunta dos, que sin duda son signos de época.

"Los hombres están completamente desorientados. Andan con los ojos grandes, abiertos, pero no logran entender qué es este cambio que están protagonizando las mujeres", dice. El otro: el lugar de los adultos mayores en la familia. "Cuando la abuela está en condiciones de cuidar a los nietos, está todo bien. Pero cuando es ella la que demanda a los hijos, cuando es ella la que necesita los cuidados, se desata una guerra de hermanos, porque los hijos se fastidian. No tienen ni el tiempo ni los planes de cuidar a sus mayores. Esa es una de las grandes crisis que se vive hoy", apunta.

En los 80, Lía dirigió el Círculo Freudiano e integró al Círculo Psicoanalítico Freudiano, donde también ejerció la docencia.

Sin anteojos

Lía se sienta en el sillón desde donde analiza a sus pacientes, cuatro o cinco horas, tres veces por semana. No usa anteojos y lo dice con coquetería. Se sienta de costado, canchera y elegante, y apoya los pies en un taburete con capitoné. El consultorio tiene un diván y un sillón, para que el paciente elija si quiere hablar mirando a los ojos o recostado, con vista al piano que Lía dejó de tocar cuando le pusieron un audífono. No toma notas, ni graba. Escucha, mira a los ojos y lanza esas preguntas filosas que a sus pacientes les ayudan a conocerse mejor. "Ya no anoto ni grabo. En tantos años de psicoanálisis, pasé por todas las etapas. Ninguna sirve. Lo único que vale es escuchar. Cuando llegan los 50 minutos y termina la sesión, lo que te quedó es lo que importa", asegura. Y la memoria no le falla.

"Yo soy freudiana por convicción. Los lacanianos, para mí, emputecieron el psicoanálisis. Lacán dijo lo mismo que Freud, pero en otra época, en otro contexto. Ese no fue el problema. El drama fueron los lacanianos, que por ejemplo se levantaban de la mitad de la sesión, a los 38 minutos y dejaban a paciente hablando solo. Freud hasta caminaba por el jardín con sus pacientes. Mirar a los ojos a la gente o saludarlos con un beso, ya no es un dilema para mí. Lo importante es ayudarlo", asegura. ¿Qué es lo primero que le dice a una persona que la visita por primera vez? "Decime, ¿en qué te puedo ayudar? Y la respuesta es infinita".

Miedo a volar

La casa de Lía, donde también está su consultorio, en el living, tiene un diseño moderno con detalles de época. Hay muchos recuerdos de viajes, la mayoría refieren a algún escritor o al propio Freud. ¿Viajó mucho? "No, poquito. Todos son recuerdos que me trajeron amigos. Le tengo miedo a los aviones. Tendría que haber ido a Europa cuando fueron mis amigas, a los 18 años y se iba en transatlántico. ¿Yo, en medio del océano, arriba de una tablita que vuela? Ni loca", dice.

Tomó varios aviones. Pero sólo aquellos que volaban sobre tierra, como cuando fue a Salta o a Paraguay, a dictar seminarios. La única vez que voló sobre agua fue a Uruguay, sobre el Río de la Plata, y casi que contuvo la respiración hasta llegar. Para conocer las Cataratas, se tomó un crucero a vapor, que en aquellos años que subía por el Paraná, y por el Pilcomayo.

"Extraño a mi marido, que murió en los 80. También extraño la Buenos Aires de Borges, donde se podía caminar por la calle y encontrarse con personajes interesantes. Yo iba todos los jueves a las reuniones de escritores. Todavía me parece verla pasar a Alfonsina Storni, con sus sombreritos. Soy habitante de una ciudad que ya no existe, eso es difícil para mí", cuenta con algo de melancolía, mientras sirve en dos tazas, con el pulso de una adolescente, el café que ella misma preparó.

De las obras de Freud, su favorito es El libro de los sueños. "Ese hombre era un genio. Cuando yo nací, había publicado ya cualquier cantidad de libros. Escribía de a dos y tres ensayos al mismo tiempo. Yo, en todos mis años todavía no terminé de leer sus obras completas. Y cuando vuelvo a leer algo que ya leí, me vuelve a parecer nuevo y extraordinario", dice.

A Lía no le gusta ver televisión. Prefiere leer. Sumisión, el libro del francés Michel Houellebecq, es uno de los últimos que leyó. "Me pareció maravilloso", dice.

¿Deudas con la vida? "No, de esas no contraje", dice. ¿Le teme a la muerte? "Para nada. Lo único que me gustaría es tener una buena muerte. Como le pasó a una amiga. Un día llegó a la casa, dijo que estaba muy cansada y se acostó a dormir. Y no se despertó. Eso espero. A veces pienso, ¿me iré a morir hoy? Y enseguida me respondo que no, que si no me morí en cien años, mirá si justo me va a tocar ahora", dice risueña.

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