Tal vez sea hora de matar este estilo de hacer política partidaria y adaptarla a los nuevos tiempos. Quizá haya llegado el momento de destruir lo que hicimos mal (casi todo) desde el advenimiento democrático, allá por los lejanos años 80. La administración del Estado, desde entonces, fue encabezada por los partidos políticos. A partir de ahí, cada gobierno puso en valor los derechos suspendidos por una dictadura cruel y perversa. Recuperamos libertades que celebramos hasta hoy. Y ahí nomás acabó lo bueno.
No solo de derechos vive el hombre (y la mujer). Las variables económicas, parte importantísima de la vida cotidiana y social, empeoraron tanto que pusieron a la Argentina a competir con los países más pobres del mundo. Dejamos de soñar con parecernos a España y por lejos nos superaron países como Uruguay, Chile o Perú. Por impericia, por posturas ideológicas antiguas, por creencias, caprichos y/o por corrupción, estamos peor que antes.
La fórmula para superar el fracaso fue (es) echar la culpa a los demás, fundamentalmente al pasado. Esta estrategia funcionó por un rato. Mientras la tragedia ocurría, la clase media terminó castigada y empobrecida como nunca, la miseria fue multiplicada y la marginalidad creció hasta niveles inimaginados. Aumentó el narcotráfico y el delito se instaló en la calle como cosa de todos los días. Pasados los años, con un Estado administrado por lo que se supone eran políticos profesionales, el descenso fue un hecho concreto y palpable. Menos la política, que aún goza y lucha por mantener sus privilegios, la población, indefensa, cayó del mapa. Para colmo, después de cinco décadas de gobiernos entre mediocres y malos, Argentina coronó al peor presidente de todos los tiempos. De ahí en más sucedió la aceleración de la debacle y el país cayó en un pozo oscuro y sin fondo.
No es que los gobiernos anteriores fueran probos o aceptables, sino que este personaje fue peor que los demás. Y ahí, en este preciso lugar, se encuentra la explicación de la actualidad. Después de lo que la política partidaria regaló a la población (candidatos simpáticos, gobernantes horribles y funcionarios peores, con excepciones), la reacción popular no podía ser otra.
Un PJ diluido y aguardando cobardemente la derrota final de su antigua jefa para reaccionar, el PRO intentando sobrevivir a pesar de sus deliberados errores y desencantos, la izquierda siempre estudiantil, boba y malintencionada, el progresismo intentando colarse en alguna lista, la UCR desdibujada por sus posturas confusas y agotadas… ¿Qué opción le quedaba al electorado? ¿Massa?
Massa fue el último bastión de la antigua política partidaria. Pasó a ser la garantía final de que el sistema seguiría funcionando. Inteligente como es, de haber ganado, hubiera maquillado la piel monstruosa de este engendro. Algunas variables podrían haber mejorado. Es verdad. Pero al final de la cuenta, creo, todo hubiese estallado porque presenciamos, aunque muchos no quieran verlo, el final de una época y el nacimiento de otra que no entendemos ni por asomo. El electorado terminó por descubrir de qué material está hecha la política vernácula: de puro interés personal.
La política partidaria se desplaza siempre bajo dos ejes inconmovibles: Conviene/No conviene. ¿A quién conviene? ¿A la población? No. ¿A los afiliados? Tampoco. No importa el color partidario, el espacio, las bandas, la facción... Si algo diferencia a la década del 80 de la actualidad es que la conveniencia individual es ahora más importante que la conveniencia colectiva. Ya no se sueña con un país mejor para muchos. Algo básico se ha perdido: la opción por el bien común. Sería bueno agregar la variable “gente” a las decisiones futuras y que ésta no sea una distracción discursiva.
No importa que se sostenga lo contrario. De poco sirven las desgarradoras palabras de los candidatos que juran que a partir de ellos todo va a ser diferente. Una cosa es hablar de solidaridad y otra muy diferente es ser solidario. Un destacado dirigente radical ya fallecido, al analizar la crisis política del 2001 me dijo: “Nos descubrieron”.
La vieja política partidaria, hoy descubierta por el grueso de la población, sobrevive a duras penas y a duras penas evita ser masacrada en las urnas. La conformación de frentes electorales no deja de ser, al menos en la mayoría de los casos, una confesión de debilidad. Un partido político hoy no representa más que un puñado de convencidos. La UCR probó en la última elección lo que significa poner el pecho en una elección. Resultado: se lo llenaron de plomo. Es extraño hallar un partido con vocación para el suicidio y marchar hacia él entusiasmado. Basta mirar el esfuerzo encomiable del PRO por no morir en el intento vano de sobrevivir.
Hoy la política va desde la farsa y a la confusión. Todo da lo mismo. El cristinismo, finalmente herido de muerte, toma cualquier tema destacado y querido para colocarse en su defensa y con él atacar la gobernabilidad. Lo hicieron con los Derechos Humanos, convirtiendo algo tan delicado en un negocio económico. Ahora dicen defender derechos que ellos mismos atacaron en su oportunidad, como la libertad de prensa, los haberes jubilatorios o el campo. La política toda se kirchnerizó de un modo u otro. Se solidificó la postura tramposa de lo “políticamente correcto” que los partidos asumieron para sí. La Argentina se llenó de derechos y borró del mapa cualquier obligación. Se justificó a generaciones enteras que nunca trabajaron y se favoreció a las organizaciones delictivas que, bajo cobertura partidaria, se robaron los subsidios destinados a paliar la pobreza. Se abandonó, por impericia o interés, los temas complejos que preocupan a las mayorías, como la pobreza o la inflación. Hoy, mayoritariamente, el electorado detesta al kirchnerismo político y cultural mientras que los partidos políticos, quizá inconscientemente y a grandes rasgos, adhirieron y aún adhieren por comodidad ideológica o interés personal.
A la hora de elegir, el electorado actual presenta una conducta que la política partidaria no logra (y no quiere) comprender. La ciudadanía no necesita de la militancia, del local partidario, de la plataforma, de los discursos comprometidos o de la narrativa sobre lo que nunca se cumplió. Necesita confiar en alguien y entiende que la política tradicional, a la corta o a la larga, va a actuar con egoísmo y deslealtad. Entonces, harto, busca y rebusca. Busca a quien todavía no lo ha traicionado. Y ese alguien no es un partido político sino una persona que elabore una candidatura coherente, moderna y agresiva en la cual depositar su esperanza. Ese alguien es un sujeto de carne y hueso. Uno que mire a los ojos y diga sin reparos lo que piensa. Sin candidato no hay paraiso. Y si un partido no consigue uno adecuado... A perder se ha dicho.
Los espacios políticos no tienen nada de lo que el electorado exige. ¿Motivos?: nos hemos emperrado en replicar internas que a nadie le interesa y antigüedades que no aportaron nada bueno, disfrazándolas de mística, épica y otras creaciones imaginarias del microclima partidario. Entonces surgen los interrogantes, o lo que es peor, las certezas: ¿Para qué se necesita un partido vacío de política y contenido? ¿Qué intereses defienden? ¿Cómo es que a pesar de tantas derrotas se insista en el mismo análisis? ¿Para qué hablar tanto si nadie escucha? Porque se haga lo que se haga, esforzadamente o no, la verdad es que un espacio político sin candidato es como un circo sin público, una expresión muda o una letra muerta.
*El autor es periodista, escritor, exdirector de la revista Control de Gestión y exdiputado de la Provincia de Buenos Aires
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