La adolescencia siempre fue compleja, pero hoy se vive con una exposición inédita. Todo está a la vista, todo se amplifica, todo se viraliza. Lasredes sociales no solo muestran, también deforman, presionan, validan o excluyen. La serie Adolescencia , una de las más vistas del momento, refleja esa intensidad con brutal honestidad. Pero más allá de la ficción, los conflictos reales golpean puertas concretas. A veces, la tuya.
Mi hijo participó —junto a otros chicos— de un grupo de WhatsApp en el que se burlaron de una excompañera. Lo que parecía una broma terminó en una denuncia penal y en un sacudón emocional del que todavía seguimos aprendiendo.
No me lo contó con rebeldía ni con vergüenza. Me lo compartió con esa mezcla de dolor y resignación que tienen las cosas que se aceptan como castigo. “La mamá de un amigo le pidió que no se junte más conmigo ni con los otros del grupo”, me dijo. Y es que hay consecuencias que no se gritan, pero pesan: el aislamiento, el señalamiento, la sensación de que ya no hay lugar en el grupo, ni entre los adultos.
¿Es eso una solución? ¿O es solo despejar lo que incomoda?
“El cerebro adolescente está hecho para ser impulsivo. Tienen hiperactiva la zona emocional y en desarrollo la parte que permite pensar en consecuencias o ponerse en el lugar del otro”. Así lo explica la neuropsicóloga Carina Castro Fumero , experta en neurociencia pediátrica.
Pero hay algo más, algo que me conmovió cuando lo escuché. Mi hijo, intentando procesar lo que pasó, me dijo: “Dicen que ella sube cosas a Instagram como si no le pasara nada. Así que nosotros estamos más afectados que ella”. Me quedé helada.
Le respondí: “Claro, porque se sabe lo de la denuncia. Sino, estaba todo bien... ¿no?”.
La respuesta de él y sus amigos no es maldad, es desconexión. Es parte de esa etapa donde la validación del grupo pesa más que la empatía, y donde el dolor del otro no siempre se registra.
“Lo que los adolescentes más buscan es pertenecer. Quieren sentirse aceptados, reconocidos. Y muchas veces lo hacen a costa de otros. En entornos digitales, donde no hay respuesta emocional directa, la empatía baja todavía más”, explica Castro Fumero.
En casa, esta vez, no optamos por el castigo puro. Elegimos el límite con diálogo. Con vergüenza, con preguntas, con explicaciones que no tapan ni excusan. Fue incómodo. Todavía lo es. Pero no quiero que este episodio lo defina: quiero que lo transforme.
“Así como les enseñamos a manejar, debemos enseñarles a usar redes. No deben tener celulares antes de los 14, ni redes antes de los 16. Y si las tienen, debe haber control parental. No es persecución: es responsabilidad”, recomienda la experta Castro Fumero, quien estudió en universidades y centros de capacitación en diferentes países, como Costa Rica, Argentina, España y Estados Unidos. Además hace más de 15 años trabaja en el área de salud mental y se especializa en neurodesarrollo.
“La sanción sola no alcanza. La reparación requiere escucha activa, especialmente hacia la víctima. Pero también hay que trabajar con los que miraron en silencio. El grupo es el que valida al agresor. Si se ríe, lo potencia. Si calla, lo sostiene. Si interviene, lo frena.”
Castro Fumero insiste en que hay que generar instancias de conciencia, no solo de culpa. De diálogo, no solo de escarmiento. Porque el desarrollo de la empatía necesita práctica, y porque nadie madura con miedo.
Estas son algunas alertas que pueden ayudarnos a prevenir:
No escribo esta nota para contar un caso, sino para abrir una puerta. Esta historia podría ser la de cualquiera. Lo importante es lo que hagamos con eso. No para señalar, sino para transformar. No para esconder, sino para revisar.
A veces, los que lastiman también son nuestros hijos. Y si estamos ahí —presentes, atentos, firmes y empáticos— también pueden ser quienes reparan. Quienes cambien. Quienes enseñen. A nosotros, y a los demás.
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