El vínculo entre lo que comemos y cómo nos sentimos no es solo cultural: es también biológico. Según investigaciones publicadas en el American Journal of Clinical Nutrition y estudios del Instituto Nacional de Salud de EE.UU., existe una conexión directa entre el estrés y el apetito por carbohidratos simples. Nuestro cerebro reacciona de manera específica frente a las tensiones del día a día, y muchas veces lo hace a través de la comida.
Cuando atravesamos una situación estresante, el organismo libera una hormona llamada cortisol, que nos prepara para reaccionar ante una amenaza. Pero ese mismo cortisol también puede aumentar el apetito, en especial por alimentos altamente calóricos y de rápida digestión, como los dulces, el pan, las galletitas o las pastas.
Estos alimentos generan un rápido aumento de glucosa en sangre, lo que produce una sensación momentánea de alivio o placer. Es por eso que muchas personas, de forma inconsciente, buscan ese “premio” tras un día agotador o luego de una discusión.
Además, el azúcar y los carbohidratos activan el sistema de recompensa del cerebro, liberando dopamina, el neurotransmisor del placer. Así se crea un círculo difícil de romper: el cuerpo pide lo que lo hace sentir mejor… aunque sea momentáneamente.
Según los especialistas, no se trata de prohibirse todo ni de sentirse culpable, sino de identificar las señales del cuerpo y aprender a gestionarlas. Algunos consejos prácticos incluyen:
Reeducar al cuerpo lleva tiempo, pero entender el mecanismo detrás de los antojos es el primer paso para una relación más saludable con la comida y con nuestras emociones.
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