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Argentina en la hora de los depredadores

Ramiro Illia Por Ramiro Illia | 31 de Diciembre de 2025

Hay libros que no explican el mundo: lo ponen en evidencia. La hora de los depredadores, de Giuliano da Empoli, pertenece a esa categoría incómoda. No porque revele secretos desconocidos, sino porque ordena lo que vemos todos los días y preferimos no nombrar. Leído desde la Argentina, el ensayo no parece una reflexión europea importada, sino una descripción minuciosa de nuestro presente político.

Da Empoli sostiene que hemos entrado en una fase histórica en la que el poder dejó de estar regulado por la moderación, la racionalidad y las reglas compartidas. En su lugar, avanzan nuevos actores —líderes personalistas, estrategas digitales, élites tecnológicas— que gobiernan como depredadores. No negocian: atacan. No administran equilibrios: explotan crisis. No respetan límites: los ponen a prueba hasta romperlos.

Argentina no vive una anomalía. Vive una versión extrema de esa tendencia.

La crisis económica permanente —inflación, pobreza, endeudamiento, inestabilidad— dejó de ser un problema a resolver para convertirse en el clima en el que se desarrolla toda la vida política. Ya no hay normalidad a la cual volver. Hay urgencia constante. Y cuando la urgencia se vuelve estructural, la sociedad deja de pedir consensos y empieza a exigir decisiones rápidas contundentes, inmediatas.

Da Empoli lo formula con crudeza: los depredadores no necesitan crear el caos; les basta con administrarlo. En la Argentina, ese caos está dado. Y sobre ese terreno fértil prosperan liderazgos que prometen orden, ruptura o salvación, incluso si para eso deben ignorar procedimientos, relativizar reglas o erosionar controles.

Uno de los efectos más visibles de este proceso es la transformación de la política en una guerra.

Cuando el centro colapsa, la negociación deja de ser una virtud y pasa a ser vista como debilidad. El adversario deja de ser un competidor legítimo y se convierte en un enemigo moral. La “grieta” argentina no es solo una división ideológica: es una auténtica infraestructura de poder.

Organiza identidades, disciplina lealtades y convierte cualquier discusión —económica, institucional o cultural— en una batalla existencial. Gobernar importa menos que ganar la narrativa diaria. La política se mide en impactos, no en resultados.

En este escenario, la tecnología no es un instrumento: es el campo de batalla principal. Da Empoli señala que los nuevos depredadores no dominan las instituciones, sino las plataformas.

Comprenden mejor que nadie la lógica de los algoritmos, que premian la indignación, la simplificación y el conflicto permanente.

La Argentina ofrece un ejemplo elocuente. El desplazamiento del debate público hacia redes sociales como X, TikTok o YouTube aceleró la emocionalización de la política. El dirigente que grita circula mejor que el que explica. El ataque rinde más que el argumento. El experto pierde frente al influencer. La política se convierte en una performance continua, mientras las instituciones —Congreso, Justicia, partidos— parecen siempre llegar tarde.

Una de las advertencias más interesantes del libro es que este fenómeno no responde a una ideología específica. No es solo populismo ni solo tecnocracia. Es un método. En la Argentina, ese método adoptó formas diversas: liderazgos que concentraron poder en nombre de la justicia social y otros que justificaron decisiones extremas en nombre de la eficiencia o el mercado. Discursos distintos, misma lógica: actuar rápido, polarizar fuerte, minimizar controles.

El problema no es quién depreda, sino que la depredación se normaliza. La democracia deliberativa funciona con tiempos largos. Discute, procesa, corrige. Los depredadores operan en tiempo real. Deciden, comunican y avanzan. Esa asimetría temporal erosiona la legitimidad del sistema democrático y alimenta la idea de que las reglas son un obstáculo para resolver problemas urgentes.

En la Argentina, esa percepción se traduce en una creciente tolerancia social hacia soluciones que bordean —o directamente cruzan— los límites institucionales. El riesgo no es solo político. Es cultural: acostumbrarse a que el poder funcione sin frenos.

El mensaje final de Da Empoli, leído desde este lado del mundo, es tan incómodo como necesario. Combatir a los depredadores con ingenuidad institucional es perder. Imitarlos sin límites es destruir la democracia desde adentro.

El dilema argentino no es solo económico. Es político y cultural. Cómo reconstruir autoridad sin autoritarismo. Cómo ejercer poder sin depredar las reglas. Cómo actuar con velocidad sin vaciar la legitimidad.

Argentina no necesita más depredadores. Necesita un poder democrático capaz de sobrevivir en la jungla sin convertirse en parte de ella.

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