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El sueño de la “Coca propia”: Golpe al camión, corridas y final con sabor amargo

Así como a nuestros padres del Barrio Acevedo les había costado sangre sudor y lágrimas acceder al techo propio, a nosotros nos resultaba inalcanzable e infrecuente gozar del sabor único de la tan ansiada gaseosa de fama mundial.

El de la Coca Cola era un sueño imposible para los pibes de la UOM, que debíamos conformarnos con jugos concentrados de marcas alternativas que se diluían con agua o soda. Como el viejo y querido Mocoretta, entre otros, que se tomaban pero a decir verdad lejos estaban de ser una delicia.

De tanto que se nos negaba y resistía la anhelada bebida dulce, cuando al final la teníamos en nuestras manos la alegría era similar a la de Messi levantando la Copa América tras tantas desilusiones. 

Lujo para la época, solo en contadas excepciones, en alguna ocasión o acontecimiento especial la veíamos de cerca. De hecho, cuando a uno de los chicos vecinos le daban el gusto del mes, el resto hacía fila para “manguearle” un traguito del pico (hoy no se podría por la pandemia).

Y con tanta mala suerte que el tesoro más preciado solía recompensar a los más fanfarrones y perversos, quienes gozaban con desplantar y hacer sufrir al resto de los gurrumines. Les daba poder la “cocucha”, se sentían importantes y se hacían odiar.

Así fue como una tarde de sábado se produjo una de las anécdotas más recordadas con la banda de amigos. Estábamos en las escalinatas de la Torre Uno, tras un barra contra barra ante el equipo del Cholo y el Dany Serantes.

Con los botines “fulvences” desatados, casacas de Douglas embarradas y olor a “chivo”, analizábamos el reciente empate en 2 y preparábamos la apasionante revancha, prevista para unas horas más tarde, ahora de locales.

Muertos de sed, por esas cosas del destino el imponente camión de reparto de la “Coca” estacionó enfrente, por lo del Lelo Amoruso. Venía a levantar pedido y a reponer stock a lo del almacén del papá de Diego Grandi, uno de los buenos jugadores que salieron del barrio.

Eramos pequeños sanos, respetuosos y correctos. Amables con la gente mayor y generosos. Pero esa vez pecamos, como seguramente más de un lector ha incurrido a lo largo de su vida en al menos una travesura de esa índole en algún quiosquito u hotel (los jaboncitos de recuerdos).

Tan cerca físicamente, tan lejos de nuestras posibilidades económicas. Los cajones llenos al alcance de la mano. No resistimos la tentación. Miradas cómplices, breve debate y 1, 2, 3… ¡golpe al camión! Niños piratas del asfalto por una tarde, qué horror. Un mal ejemplo y lo que menos se pretende es hacer apología del delito sino repasar una picardía de aquellos tiempos.

Pero qué felices fuimos por un ratito, que duró un abrir y cerrar de ojos por lo que aquí se narrará. Recuerdo que estaba Pepa y seguramente Francisco, Lucho, Oruga y varios más. Un cajoncito cada uno en mano que nos doblaba del peso, resistiendo estoicamente el dolor de hombros para tocar el cielo con las manos cuando en breve, pensábamos, llegara el momento de destaparlas. Ese instante sublime que habíamos esperado “años”.

Lamentablemente, se trastocaron abruptamente los planes y no llegamos muy lejos. Cuando atravesábamos el campito de calle Ricardo John, nuestra cancha oficial hoy devenida en más edificios, el camión dobla en la esquina y su corpultento conductor que insulta por la ventanilla y agita su mano derecha en señal de venganza.

“¡Pendeeejos hijos de re mil p…. eran ustedes!”, grita desencajado antes de clavar el freno. Allí empezó una de película. Desparramo descomunal, los cajones al piso y los atemorizados chicos que alcanzamos a huir con una cocucha de vidrio de litro en cada brazo.

Creer o reventar, el empleado era gordo, pero atlético. Corría más rápido que el “Pájaro” Caniggia en Italia 90. Ni en eso ligamos.

Más se acercaba a nosotros, agitado y con su aliento respirándonos en la nuca, más botellas caían al suelo. Nos rendíamos de a poco, con resignación y angustia. Costaba soltarlas, nos partía el alma, pero no quedaba otra.

El sueño se terminaba, la fantasía hecha pedazos. No logramos retener ni una solita. Como será que del susto metimos un pique interminable hasta cerca de la cancha de Douglas por calle Siria, que era de tierra por entonces.

El indignado y furioso hombre recogió los envases y se marchó maldiciéndonos. Con los pibes lloramos del susto y la “impotencia” al ver partir el vehículo de gran porte repleto de esa bebida adictiva. Ya nos relamíamos, pero no pudimos tomar ni un solo sorbo de la ansiada gaseosa. Para colmo al llegar a casa, mamá nos esperaba con un vaso de ¡jugo!

Una historia que jamás olvidaremos, el sueño de la “Coca propia” que tuvo un final con sabor amargo.

* El autor es periodista pergaminense, uno de los autores del libro “Fuerte al medio” y jefe de Deportes del Diario La Mañana de Neuquén

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