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¿Dónde están?

La crónica de una marcha donde la apatía vuelve a lastimar a quienes hoy sufren la inseguridad en carne propia.

19.30 del viernes, Cristina Gallardo y un puñado de jóvenes esperan a metros del cruce de Boulevard Rocha y Avenida de Mayo. Esperan que la apatía no les gane de nuevo. Las remeras, los carteles que consiguieron realizar recuerdan a Alejandro Castaño, un chico que el sábado 30 de noviembre después de trabajar fue atrapado por dos delincuentes, le dispararon, lo asesinaron cuando sólo quería encontrarse con sus amigos.

Poco a poco se suman dos, tres personas; una familia con cartelitos hechos a mano, todos piden justicia. Todos piden que la inseguridad no siga rigiendo la vida de los pergaminenses. Todos son pocos. Alejandra Otero, la mamá de Vito también acompaña “lamentablemente hoy me toca participar de éstas marchas sabiendo lo que significa ese dolor eterno”.

Los autos pasan, un puñado de personas se alista para recordarnos que “Todos somos Ale”. Las miradas de los ajenos son eso, ajenas. La marcha se inicia, sobre la senda blanca de la intersección se elevan los carteles ante una audiencia desentendida y los que entienden están apurados.

La caminata se inicia bajo la custodia de dos motos policiales. Son una veintena, son los que estuvieron cerca de Ale, y ahora están cerca de Cristina y su hija. En pocos lugares algún transeúnte adhiere con un aplauso, los que caminan suelen mirar al suelo, como no queriendo saber qué pasa. Las chicas de una pizzería dejan ver angustia en sus rostros, saben seguramente que de algunos lugares no hay retorno. El resto de la pergaminosidad no.

En San Nicolás y Avenida la marcha se detiene un instante, los aplausos ocupan todo el espacio, un cambio de semáforo, dos, al tercero los bocinazos retumban en el centro de la urbe y le pegan un golpe letal al pecho a quienes están tratando de saber qué les pasa a quienes conocieron de cerca a Alejandro, un chico bueno, trabajador que fue asesinado y vilmente difamado por gentes que se olvidaron que la humanidad toda se distinguió del resto de los habitantes del planeta por un intangible, el alma, esa de la que ya no gozan.

Tal vez fueron esos irresponsables opinadores los que metieron la cuota de veneno necesaria para que el asesinato de Alejandro Castaño tuviera el manto de duda que jamás debió haber tenido. Ojalá esa gente algún día pueda descansar en paz.

La marcha sigue la situación se reitera: quien sabe del caso adhiere con gestos de angustia, de resignación; quien no sabe sigue comprando quién sabe qué elementos; otros tienden a no mirar para que la ceguera se encargue de evitarles la dolorosa realidad, otros miran con una desconfianza que es un puñal para quien sufre. Otros, apoyan al menos con el aplauso sentido.

La marcha parece desgranarse sobre el final de la peatonal, donde poca gente transita. Pero no. Ahí están estoicos los mismos que comenzaron cerca de las 20.00 con el peregrinar en el cruce de avenidas.

“Siempre caemos en lo mismo, muertes evitables” dice Alejandra Otero y agrega “el asesinato de Alejandro es una locura, al igual que en el caso de Vito es consecuencia de un Estado que no controla, que no está presente”.

El palacio municipal luce esplendoroso pero vacío. Lo peor de todo es que no está vacío. Algo hay en el interior, algo bullicioso que impide que los de adentro puedan atender a los de afuera. Los de afuera miran esperando una caricia que nunca va a llegar. La marcha se termina, los aplausos se van apagando y Cristina, su hija y todos los que conocieron a Alejandro están ahí delante de la fuente esperando que alguien con peso les tienda una mano, les de al menos un abrazo que sin dudas necesitan. No hay nadie, absolutamente nadie. Duele tanta apatía, duele saber que todo lo que pasa, pasa sin el acompañamiento de quienes tienen cómo ayudar a quien está desamparado y en un momento difícil.

“Esperaba más gente. Me cuesta mucho hablar. La gente tiene miedo, no entiendo, nosotros venimos solamente a pedir justicia”, dice entre sollozos Cristina, para luego quebrarse en llanto.

Las campanadas de la Merced dan las 9 de la noche. Una chica joven que apenas ha pasado los 15 ó 16 años caminó a un metro de los marchantes, desde el principio hasta el final, un metro detrás de los que aplaudían también aplaudió. No conoció a Alejandro, no conoce a Cristina, no conoce a nadie de los que están allí.

-¿Sabés por qué están marchando?

-Claro que sí, se pide justicia y seguridad.

-¿Y qué te parece esta marcha?

-Me parece que siempre pasa lo mismo, hasta que no te pasa, no te importa. Es un poco triste.

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